miércoles, 23 de junio de 2010

El padre del psicoanálisis, Sigmund Freud decía que lo contrario del amor no era el odio sino la indiferencia, y el Sr. Freud tenía muchisima razón al aseverar tal cuestión. El amor y el odio son dos caras de una misma moneda, están tan juntitas que podemos pasar de un estado al otro sin darnos cuenta, en cambio la indiferencia, es fría como la hiel. Por eso cuando tenemos una pelea con alguien nos suelen aconsejar “matalo con la indiferencia”.
Claro está que no es que deseemos ser odiados, pero la indiferencia en algún lugar recóndito de nuestro corazón (o en la superficie, ¿por qué no?) duele más que el odio. ¿Pero… por qué? ¿Por qué somos masoquistas? ¿Por qué preferimos que nos odien? No es que prefiramos que nos odien o nos tiren a matar, pero justamente la falta de interés hacia nosotros es lo que nos duele. ¿A quién no le ha pasado alguna vez esperar una llamada impacientemente? Esperar segundos, minutos, horas, días… hasta meses, pero el teléfono no suena.
La indiferencia duele en el alma más que el odio. Por ejemplo cuando odiamos a un ex, es porque estamos todavía pendientes de esa persona, porque hay algo que nos llama la atención de sus actitudes, porque genera una pasión en nosotros, una pasión desenfrenada, tumultuosa, pero pasión al fin, en cambio la indiferencia roza el desamor.
A mi modo de ver hay dos tipos de indiferencia, la verdadera y la fingidaLa primera es fría, es cuando notamos que al otro no le importamos, cuando ante una sonrisa nos mira con desgano como diciendo ¿y ahora qué quiere? Es la que ante la espera desesperamos, en la que preferimos el odio más acérrimo a ese impoluto y estéril sentimiento que es la indiferencia porque no queremos que nos dejen fuera. La fingida es sólo una artimaña utilizada por algunos de los amantes para generar reacciones en el otro: ¿pero a este/a qué le pasa que no quiere saber de mi? ¿por qué será que no me llama más? ¿Prefirió a fulanita a estar conmigo? O el típico “yo le doy todo y él/ella no me da nada”. Pero no nos desesperemos, es sólo un ardid, un simple juego, lo otro, lo otro es distinto, es una herida profunda a nuestro corazón. Tal vez si sentimos la verdadera indiferencia habría que aplicar lo que decía el genial Amado Nervo: “Quiero a la que me quiere y olvido a la que me olvida”. No era ningún tonto Amado, ante todo amor propio

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