miércoles, 29 de septiembre de 2010

A veces creo perderme. Camino con cuidado y cada paso que doy miro atentamente a ambos lados. No creo saber por donde voy o en donde me estoy metiendo, pero sigo; sin miedo. Pienso cuidadosamente cada movimiento, para no caerme y volver a sentir el fracaso. Cada instante que pasa me doy cuenta de que me encuentro cada vez mas perdido y aunque mi paso sea seguro y mi mirada altiva no creo saber donde estoy.
Comienzo a desesperarme al darme cuenta que mis pasos comienzan a perder seguridad y que ya no me siento como antes.
No puedo evitar preguntarme qué está pasando, qué me está pasando. Busco respuestas, las cuales no hallo, pero no me rindo. Sigo mi camino, ahora con miedo, que me paraliza. Paro. Me siento a pensar y trato de tranquilizarme. No puedo. Decido correr, sin mirar hacia ningún lado, sin pensar, sin punto de conexión con la realidad. Entonces me doy cuenta (pensé, inevitablemente) de error que estoy cometiendo, y me decido a volver. Pero ya es tarde, la niebla no me deja ver hacia atrás ni retomar mi antiguo rumbo. Me encuentro aun mas desorientado que cuando empecé. Pero sigo inexorable. Trato de no rendirme, como lo hice alguna vez.
En la ansiada espera de encontrarme oigo voces a lo lejos. Comienzo a gritar e intento que alguien me escuche. Nada. Sigo mi instinto. Esta vez no miro donde piso, solo me dejo llevar por lo que oigo. De repente veo una luz brillante, tanto como el sol. Me veo obligado a elegir entre lo que veo y lo que oigo. No lo dudo, sigo las voces con la esperanza de encontrar alguien que me pueda decir dónde estoy parado.
El viento ya borra mis pisadas. Sigo perdido. El miedo vuelve y el camino se hace cada vez más tedioso. Trato de sentarme y reflexionar, pero las voces, todavía en mi cabeza, no me dejan. Grito totalmente desesperado, cansado y eufórico, entonces de repente las voces que creía escuchar, aquella que había estado siguiendo, desaparecen.
Solo me queda la luz, esa tan brillante como el sol…

martes, 7 de septiembre de 2010